La venta de unidades productivas en el concurso en la nueva regulación del Texto Refundido de la Ley Concursal: la sucesión de empresa
1 de febrero de 2021
La venta de unidades productivas en el concurso en la nueva regulación del Texto Refundido de la Ley Concursal: la sucesión de empresa
Planteamiento
¿Existe sucesión de empresa en la venta en el concurso de unidades productivas, de modo que el adquirente ha de subrogarse en todas las deudas laborales y en todas las deudas con la Seguridad Social de la concursada transmitente, o cabe que el juez exima al adquirente, de modo total o parcial, del pasivo laboral o con la Seguridad Social?
El Derecho concursal constituye desde hace años un buen ejemplo de las consecuencias que sobre un ordenamiento genera una descuidada técnica de legislar. Lamentablemente, casi todos los vicios que el moderno constitucionalismo identifica como síntomas de la enfermedad de la “desparlamentarización de las normas” pueden contemplarse, como una suerte de galería de los horrores, en nuestro Derecho de la insolvencia. Si el lector considera exagerada esta afirmación, repase con detalle el escenario creado por las veintiocho reformas de la Ley Concursal de 2003 -EDL 2003/29207-, y allí verá un compendio desatado de decretos-leyes que actualizan todos los riesgos de este particular instrumento legislativo: falta de justificación detallada del presupuesto habilitante para su actuación, profusión de su uso, heterogeneidad de las materias afectadas, decretos-leyes ómnibus que modifican una pluralidad de normas sin conexión sistemática alguna, normas urgentes que reforman con urgencia lo que el propio legislador de emergencia había modificado con idéntico pretexto, tramitaciones como ley ordinaria que no dejaban de encubrir una simple convalidación de la norma de emergencia, etc.
La atribución al ejecutivo del poder de legislar se justifica por razones de extraordinaria y urgente necesidad, -caso de los decretos-leyes-, o por la complejidad técnica o de detalle de determinadas materias, o por la necesidad de una actuación meramente organizativa o sistemática, cuando una sucesión de reformas legales exige poner orden donde no lo hay, (textos articulados de leyes de bases y textos refundidos). Esta última ha sido la justificación fundamental que está en el origen de la promulgación del Texto Refundido de la Ley Concursal -EDL 2020/10774-: la sistematización de una normativa profusamente remendada, afectada en su lógica interna.
Pero esta alteración de la competencia natural de legislar no está exenta de riesgos, especialmente cuando al ejecutivo en funciones de legislador se le inviste de los poderes de aclarar, sistematizar y armonizar las leyes preexistentes. En estos casos se atribuye a la Administración una inevitable función innovadora, de conformación de la realidad que, como todas las potestades, debe ser ejercitada con prudencia, dentro del marco estrictamente fijado por la norma de atribución. La experiencia enseña, sin embargo, que los excesos en el ejercicio de la delegación legislativa difícilmente se corrigen por los Parlamentos, cuyas mayorías, -férreamente controladas por el partido en el poder-, garantizan la estabilidad de las decisiones del ejecutivo. Por ello, el control más eficaz de la delegación legislativa es el control judicial. Los jueces ordinarios no pueden enjuiciar la ley de delegación, pero sí los posibles excesos del órgano delegado, pues la norma delegada sólo es válida en la medida en que se ajuste a los límites de la delegación. El Texto Refundido es ley en cuanto opera intra vires de la delegación, pero ultra vires su poder taumatúrgico innovador desaparece.
En la previsión originaria de la Ley Concursal -EDL 2003/29207-, la venta de unidades productivas pasó desapercibida como un problema urgente a resolver en el concurso. Ello no era de extrañar, pues la solución normal que la ley fomentaba era la convenida, y la liquidación se proyectaba como un remedio subsidiario para los supuestos de insolvencia más graves. La venta de bienes en fase común también se previó como un mecanismo extraordinario, no necesitado de una expresa previsión legal.
La realidad económica en la que operó la ley pronto impuso sus propias reglas. El 90% de los concursos abocaban a la liquidación, bien directamente, bien a causa de un convenio de imposible cumplimiento. Entre las causas del fracaso legislativo enseguida se apuntó la circunstancia de que al concurso se llegaba demasiado tarde. Y al margen del concurso no había casi nada, pues el llamado Derecho paraconcursal era en nuestro país un terreno por descubrir.
La Exposición de Motivos de la Ley Concursal -EDL 2003/29207- proclamaba sin ambages que el objetivo del concurso era la satisfacción de los acreedores. Se trataba de toda una declaración de principios, algo provocadora si se tiene en cuenta que fue vocación de la ley la de la unidad de sistema, y la de incluir en su disciplina los aspectos laborales del concurso. La conservación de la empresa, que contaba con alguna tímida previsión, se concebía fundamentalmente con un carácter instrumental de maximización de la masa en aras a aquel fin primigenio.
Sin embargo, la tensión dialéctica entre el pago de los créditos y la conservación de la actividad empresarial, ha inspirado las sucesivas reformas legales. Hoy puede decirse que este objetivo conservativo camina casi al mismo paso que el principal de la satisfacción de los créditos. La continuidad de la actividad empresarial, o el mantenimiento del tejido productivo, ha pasado a ser un objetivo a proteger, incluso frente a la lógica propia de las normas concursales.
Pero al margen de la lógica de los conceptos, la realidad demuestra que la continuidad de la actividad empresarial resulta en buena medida incompatible no sólo con el diseño del proceso concursal, sino con la evidencia empírica de que los deudores llegan al concurso exhaustos, y sólo acuden a él como última oportunidad, cuando toda esperanza ha quedado arrostrada en el camino. Por esta razón se ha postulado dejar el concurso para los casos sin solución, en los que sólo cabe liquidar activos, y poner la esperanza conservativa en los nuevos institutos preconcursales.
Creo que no puede negarse, y la experiencia así nos lo ha enseñado, que, aún en el desolador panorama concursal, resulta hipotéticamente posible salvar algún activo, y con su producto beneficiar indirectamente a la masa de acreedores. Por ello, la venta de la empresa o la posibilidad de la continuación de algunas unidades empresariales, aparece, en ciertos casos, como la última esperanza para que el concurso cumpla su finalidad. La necesidad de acometer la operación con presteza se convierte en una condición de viabilidad.
Las dificultades económicas y jurídicas de la venta de las empresas como un todo, -como un conjunto organizado de medios humanos y materiales-, son bien conocidas. Al punto son así las cosas que la mayoría de las legislaciones del entorno no contemplan el fenómeno directamente, y tan solo regulan aspectos parciales de la figura. Quizás ello no deba extrañar, pues la venta de la empresa puede articularse a través de muy diversos medios, -cabe también la transmisión indirecta de la empresa, a través de la venta de las participaciones de los socios-, y plantea problemas heterogéneos, ligados a las especificidades de cada supuesto. Por estas razones, cuando el legislador ha entrado a regular el fenómeno, lo ha hecho de una manera sectorial, con el objetivo de proteger determinados intereses. Este fue el contexto en el que surgió el concepto de sucesión de empresa, construido desde el Derecho laboral y por el Derecho Tributario, para evitar situaciones de fraude y proteger a los trabajadores y al crédito público.
En casos de insolvencia, el legislador podía incentivar las ventas de empresas, establecimientos o unidades productivas, exonerando al adquirente del pasivo del vendedor, con la excepción, -lógicamente-, de las deudas con garantía real. Pero las normas laborales impedían este efecto. El legislador laboral remitió, -en apariencia-, el problema a la normativa concursal (art. 44 ET -EDL 2015/182832-), de manera que habrían de ser las normas concursales las que regularan los problemas laborales derivados de la transmisión de empresas en situación de insolvencia, en el particular supuesto de que, durante el concurso, se transmitieran con la empresa los contratos de los trabajadores. La excepción resultaba justificada, pues en muy pocos casos resultaría interesante para el adquirente una subrogación completa en el pasivo laboral. Así lo reconoció el art. 149.2 LC -EDL 2003/29207-, al prever que el juez podría acordar que el adquirente no se subrogara en los salarios o indemnizaciones laborales pendientes de pago que fueran asumidos por el FOGASA, eliminando así parcialmente la subrogación obligatoria propia del Derecho laboral (art. 33.4 ET).
El legislador concursal comenzó a ser consciente del problema de manera tardía. En la redacción originaria de la ley, la venta de la empresa se veía como un método prioritario de liquidación en defecto de plan (art. 149.1. 1ª -EDL 2003/29207-), pero no se contemplaba la posibilidad de su enajenación anticipada, ni se contenía ninguna previsión sobre la concreta forma de proceder, lo que propició imaginativas soluciones de parte de los juzgados mercantiles, y de algunas resoluciones provinciales. Pero la realidad ha demostrado que la venta de la empresa debe en muchos casos acometerse lo antes posible, pues solo así podría conseguirse el mantenimiento de los recursos productivos y la continuidad de la actividad empresarial. Instrumentar la venta en estos momentos iniciales no resultaba fácil, aunque el legislador hubiera previsto la posibilidad de que el deudor presentara un plan anticipado de liquidación con su propia solicitud, en la que se incluyera el compromiso de adquisición de la unidad productiva por un tercero. En tiempos más recientes, audaces resoluciones de juzgados mercantiles han encontrado, incluso, el medio de acometer la venta antes del concurso.
El punto de inflexión en la materia fue el Real Decreto-Ley 11/2014 -EDL 2014/137807-, tramitado luego como ley ordinaria (Ley 9/2015, de 25 de mayo -EDL 2015/75516-), norma que introdujo en la Ley Concursal -EDL 2003/29207- un art. 146 bis que contenía por primera vez normas generales para la venta de unidades productivas en cualquier fase del concurso: en fase común, en convenio o en liquidación.
Caminando por la misma senda, el legislador del TRLC -EDL 2020/10774- ha dedicado especial atención a la venta de la unidad productiva en el concurso, con una regulación en la que combina las tres técnicas posibles de la delegación legislativa: aclaración, regularización, y armonización de los textos previgentes. En el “haber” del nuevo texto puede asentarse el hecho de haber dotado por vez primera a la figura de una rúbrica específica, que comprende la subsección tercera dentro de un capítulo que, expresivamente, se titula como de “medidas de conservación y enajenación de la masa activa”. Otros preceptos a lo largo de su articulado también regulan aspectos parciales del fenómeno. En el “debe” puede apuntarse la posibilidad de que la nueva normativa haya excedido los límites de la delegación e incurrido en el vicio del ultra vires.
El art. 200 del TRLC -EDL 2020/10774- adopta el concepto de unidad productiva propio de la legislación laboral, al definirla como “un conjunto de medios organizados para el ejercicio de una actividad económica esencial o accesoria”. La definición, como es de ver, no resulta muy descriptiva, pero aparenta traslucir la intención de incorporar todo un cuerpo de doctrina laboralista, -también procedente de las instituciones comunitarias-, que puede resultar útil en la interpretación de las nuevas normas.
En el ámbito específicamente concursal, la venta de unidades productivas plantea relevantes y específicos problemas procesales y sustantivos. Los primeros, a los que el TR dedica una cuidada atención, provienen de la necesidad de dar audiencia en el proceso a la multiplicidad de intereses afectados (arts. 216 y 220 -EDL 2020/10774-), de delimitar y valorar el objeto de la transmisión (arts. 200.1 y 293.2), de seleccionar los procedimientos más idóneos de enajenación (arts. 215 y 216), y de la exigencia de articular la venta en las distintas fases en que puede tener lugar a lo largo del concurso.
Los segundos, -los problemas sustantivos-, son, quizás, de mayor enjundia y de más difícil resolución. Recordará el lector que en un Foro anterior (Boletín Mercantil, diciembre de 2014, nº 25, “La cesión forzosa de contratos en el caso de transmisión de unidades productivas en el concurso” -EDC 2014/520884-), tuvimos ocasión de aproximarnos a los diversos problemas sustantivos generados por la transmisión en bloque de las relaciones contractuales, e indagamos sobre el exacto significado de la previsión legal de subrogación del adquirente en las relaciones jurídicas del transmitente, (que contemplaba entonces el primer apartado del art. 146 bis -EDL 2003/29207-, y hoy recoge el art. 222 -EDL 2020/10774-): la continuación en los arrendamientos, en las relaciones jurídicas personalísimas o en contratos con pactos de confidencialidad.
El art. 149.2 de la versión originaria de la LC -EDL 2003/29207- anticipaba que la venta de una unidad productiva en el concurso suponía una “sucesión de empresa a efectos laborales”. La contenida expresión inicial fue ampliada por la reforma de 2014 -EDL 2014/137807-, que añadió que la sucesión también operaba a efectos de la Seguridad Social. Por su parte, la jurisdicción social fue implacable a la hora de subrayar que el juez competente para apreciar la existencia o no de sucesión de empresa era el laboral, (por todas, STS, 4º, 29.10.2014 -EDJ 2014/223366-). Con ello parecía ponerse freno a la interpretación de la justicia mercantil, permisiva a la hora de entender que el adquirente no tenía que subrogarse necesariamente en las deudas de la Seguridad Social, de la misma forma que no lo hacía con el crédito público fiscal (art. 42.1, c), Ley General Tributaria -EDL 2003/149899-), pero la ley no aclaraba si la subrogación se extendía a todo el pasivo laboral, o tan solo a los créditos de la Seguridad Social generados por los trabajadores que continuaran prestando servicios en la unidad productiva transmitida, como mayoritariamente entendió la justicia mercantil especializada, (con el desarrollo de la denominada “teoría del perímetro”: sólo los trabajadores comprendidos en dentro de los límites del objeto de la transmisión generaban el pasivo objeto de subrogación), frente a la jurisdicción social, que invariablemente resolvía en sentido contrario, (vid. entre las más recientes, STS, 4ª, 27.2.2020 -EDJ 2020/559712-, así como la STS, 3ª, 29.1.2018 -EDJ 2018/5567-).
En suma, como comprobará el lector, el nuevo Texto Refundido modifica notablemente el panorama existente en estos dos aspectos fundamentales: a) atribuye expresamente a la justicia mercantil la competencia para declarar la existencia de sucesión de empresa; y b) limita en tal caso los efectos de la subrogación en los créditos laborales y de Seguridad Social a los devengados por los trabajadores que continúen prestando sus servicios en la empresa (art. 224.3 -EDL 2020/10774-). Pero las dudas subsisten, y preguntamos a nuestros expertos el alcance de la nueva regulación: ¿la competencia del juez del concurso es absoluta o simplemente prejudicial?, ¿se ha optado por seguir la “teoría del perímetro” a todo evento?, ¿estamos ante un supuesto de ultra vires, que pueda resultar desconocido por la jurisdicción social o por las autoridades laborales o administrativas? En los comentarios que siguen podrá hallarse puntos de vista fundados sobre todas estas cuestiones, con el esfuerzo sincero de arrojar luz en la interpretación de las nuevas normas, particularmente necesario en tiempos en los que ya se percibe en el horizonte la polvareda de una nueva reforma de las normas reformadoras.
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